De mi abuelo, viejo lobo de mar, para mi, escribano inoficioso, amigo de RAS.
En los largos viajes el capitán con frecuencia participaba en nuestras conversaciones, especialmente cuando la mar estaba en calma pero había brisa o viento generoso, de manera que los aparejos no requerían atención constante. Constituíamos, sin duda, una hermandad.
Desde la época de las defensas a Tortuga, durante las cuales sí, hay que reconocerlo, la violencia se extendió en el interior del grupo, y hasta mi retiro, no se presentaron peleas internas y, además, las ejecuciones inmediatas jugaron un papel apaciguador. El capitán era un gran jefe, hombre de mar y guerra que trataba de ser justo y que nunca diluyó la paga.
Recuerdo pues que bajo la luna y al son de la mareta, o en el día, a la vista ya de pájaros de tierra, de seguro a no más de 5 o 6 singladuras del puerto, cada uno escogía su camisa y pantalón y se deleitaba con la ensoñación de sus amores y un plato caliente de arroz. Cosas de marinería. El capitán no era locuaz, pero transmitía de sí autoridad paterna, lecciones de vida. A veces ni siquiera echaba pie a tierra. Leía, pintaba, recorría una y otra vez las cartas de navegación. Pasaba mucho tiempo caminando por el barco y se entretenía reparando pequeños detalles, tomando nota de una escota raída, de un obenque mal fijado, adujaba alguna driza mal estibada, fumaba. Una vez me dijo que le hiciera un haz de guía doble para asegurar una botavara de fortuna para el esquife. En esa ocasión me contó de cuando niño su padre le enseñó el ballestrinque y el llano rizo y de una casa no lejos de Guipúzcoa y de otra en Extremadura. Pero la verdad no sabíamos mucho de él. Que tenía un hijo en la milicia, en el regimiento de infantería, que era viudo. Oficial de fina hoja de vida y algunas medallas en el baúl, que yo pude ver por casualidad una vez que le ayudé a reorganizar cosas antes de la misión en Playa Calavera, cerca de La Martinica en lo de Paul Berdaujau.
Y aquí vuelvo a los puñales, los cuales, para no entendidos, debo aclarar que no son en realidad armas de guerra, sino compañeros de labor. En el fondo los consideramos una herramienta, como el crucifijo para el inquisidor. Porque yo conocí uno de estos personajes en Cartagena de Indias, cuando presenciamos las torturas a una mujer desgreñada y fea a la cual gritaban que ere bruja y pecadora. La verdad es que el incidente en sí se me borró de la memoria. Porque la muerte no era para nosotros cosa de recuerdo, sino oficio. Como decía el capitán: para el marinero la muerte no es ni miedo ni deber, a cada cual le llega la suya y que cada uno se la busque si le peta. Pero lo de la cruz como herramienta sí se me quedó por ahí para las tardes de guardia, cuando la inmensidad del océano nos hace taciturnos.
El cuchillo de un marinero, en todo caso, debe estar limpio. Primero, porque es cosa de milicia y disciplina, pero, en especial, porque así como la mirada escoge la compañía y debe ser traslúcida, como los bajos fondos en coral, el cuchillo es elemento de mesa y plática. No que se reserve en la batalla, pero nunca va antes del arcabuz o la espada. Un marinero en paz no lleva fuego ni sable, pero jamás deja su cuchillo. El cuchillo no se blande, que sí la espada o la lanza. Es personal y no de muerte, el cuchillo. Que si fuera de guerra su función principal entonces sí que le vendría bien el óxido y otras adherencias, como la sangre seca de paganos. Para que si no se le corta al enemigo vena que lo mate al rompe se tenga luego que lamentar de la ofensa y muera de infección. Que así lava mejor sus culpas y rinde honor a nuestra reina.
Porque hubo ocasión en la que el capitán y los oficiales, después de que destazamos un pez grande y de buena grasa, nos acompañaron en un torneo de precisión contra un tronco que izamos para el efecto. Después de eso el capitán nos explicó de armas y trucos de combate y habló largo sobre la función y trato entre la mar y sus puñales. Eran las cosas en que se iba una tarde cuando el humor era bueno a bordo y el capitán lo permitía. ¡Ah, como recuerdo la sal en la cara, del mar de aquellas épocas!
Mi puñal se lo di un día a mi hijo, que no es marino ni se ocupa de estas artes. Pero allá lo tiene colgado sí, por la chimenea. Continúa limpio, claro, como corresponde. Y hasta alguna vez con él les he enseñado a los nietos sobre la importancia de la precisión y la rapidez. Ellos sonríen, porque ya casi nadie lleva el cuchillo en tiempos de paz y, además, ahora la guerra tiene muchos requisitos y sus causas no se entienden.