El mundo de las pequeñas e inútiles aventuras.
Ramiro Araújo Segovia.
El sábado 29 de noviembre salimos a buscar el mar en Cartagena, para, desde allí, hacer la siguiente navegación en kayak: Cartagena, desde la playa detrás del Hospital Bocagrande, tomando hacia el costado noroeste de la Isla de Tierrabomba, hasta Playa Blanca en la Isla de Barú (22 k.); de Playa Blanca hasta las Islas del Rosario (22 k); de las Islas hasta más o menos el kilómetro 17 desde la punta de Barú hacia Santa Ana, en el cual funciona el hotel Baruchica (a unos dos kilómetros por tierra de Playa Blanca)(24 K); y desde este punto a Cartagena, entrando al Canal del Dique por el Caño Lequerica y atravesando la Bahía desde Pasacaballos hasta el mismo lugar de salida (26 K). (Medidas aproximadas siguiendo el recorrido de la travesía. En línea recta de Cartagena a las Islas del Rosario hay 30 kilómetros)
De Bogotá a Cartagena:
En la carretera, durante las muchas horas de los 1.150 kilómetros hasta Cartagena, me acordé de un viaje anterior en el que también llevé el kayak, pero en la camioneta Montero Mitsubishi verde, pariente por una línea que no viene al caso, de la Honda CVR actual.
En aquella ocasión viajé con el hermano de Alejo y su esposa. En otro vehículo la familia de Alejo y éste. Salimos demasiado temprano, a las 4am, y la noche previa prácticamente no dormí. No había en ese momento indicio alguno de que mi falta de sueño hubiera afectado al vehículo, pero así fue, tal como se demostró claramente en el taller con la ayuda del computador. A la altura de Puerto Serviez, después de unas 6 horas de camino, el carro hizo un ruido de traqueteo del motor, empezó a salir humo y hasta ahí llegó. Se fundió.
En esas situaciones se abre el capó, pero, dados los nulos conocimientos de mecánica, se trata más de dar la noticia de la varada que otra cosa. Se hace una primera junta con los del otro carro y con mi tripulación, mano a la barbilla, algunas ideas iniciales. Aparece un vendedor de paletas y, por supuesto, algo opina, pero no logra encajarnos sus helados; todavía la preocupación era superior al calor. Le preguntamos si sabe de un taller y nos dice que sí, que hay una bomba de gasolina muy cerca, que irá a avisarles.
Al rato llegan dos mecánicos con la indumentaria típica y una caja de herramientas, uno es el ex paletero. Se asoman, hacen experimentos echando agua al radiador y van afirmando cosas, que, yo diría, corresponden a la sabiduría mecánica colombiana, siempre dispuesta a ayudar, siempre auto capacitada y anecdótica, porque claro, “a un primo le pasó lo mismo hace unos días y lo sacamos del problema”. Proponen bajar algunas piezas, llevarlas a arreglar y en unas horas estaríamos listos. Algo nos dice que esto no es recomendable.
Como estamos en tiempos de celular me comunico con mi concuñado en Bogotá, y, sabio él, me sugiere llamar al seguro de la tarjeta de crédito. Lo hago y quedan en darnos razón en una hora o cosa así, para informarnos de la grúa y el taxi que nos recogerá para llevarnos a un taller en las cercanías, quizá a Barrancabermeja.
Ya van siendo las tres de la tarde. Calor, pero tenemos bebidas y hasta un sánduche. Es decir, la cuestión es simplemente una reunión familiar a la orilla de la carretera y, además, hay un par de asientos plegables. Llamadas van, llamadas vienen y, como somos, podría decirse, ejecutivos, gente con iniciativa y capacidad de análisis, pues nos declaramos en junta directiva permanente. Es una lástima, no dudo en considerarlo así cada vez que me acuerdo de este suceso ¡no haber tenido un papelógrafo con su correspondiente estandarte! Para ir anotando opciones, ventajas, desventajas, riesgos, costos y, por supuesto, haber diseñado una matriz y delineado una curva proactiva. Pero la educación es la educación y de todos modos el asunto se fue depurando a medida que entraba la tarde. Ahora, vale anotar que algo intentamos, es decir, pasamos la cerca de alambre de púas y con un machete cortamos unas ramas y construimos el equivalente de la armazón para el papelógrafo, pero, cuando llegamos a la parte de los listones que irían arriba y que deberían ajustarse para sostener el papel, el asunto se convirtió en una pesadilla, pues no había diseño ni habilidades. Además, no había papel. Alguien que había vivido en Estados Unidos sugirió que quizá en la población más cercana nos podrían alquilar un “Video beam”, que conectado al computador del hijo de Alejo, nos permitiría proyectar tomando como telón el lado de alguno de los vehículos. Pero bueno, las circunstancias son las circunstancias y en lo de curar con dioxogen la herida del que pasó la cerca de púas y la discusión subsiguiente sobre simplificar las cosas aun sin “Power Point” el tema se fue diluyendo.
Descartamos llevar el carro a Barrancabermeja y, aunque fuera necesario pagar un servicio no contemplado en la asistencia básica del seguro, la decisión fue que la grúa y el taxi nos llevarían a Cartagena, en donde mi hermano ya había ubicado un magnífico taller, el de Sarmiento, en el cual reparaban sus automóviles los ejecutivos de la empresa. El taller nos abriría las puertas a cualquier hora que llegáramos.
La compañía de seguros comenzó a reportarnos por teléfono que la grúa y el taxi habían salido de Puerto Boyacá, que ya estaban llegando…y llegaron. A eso de las 5:45pm encaramaron la camioneta en la grúa, fuimos a la bomba de gasolina, tanqueamos, baño, comimos alguna cosa y salimos. Debe anotase que el conjunto grúa, camioneta y kayak se veía magnífico. En cambio los del taxi pasábamos desapercibidos.
Como tenía que ser, llegó la noche y aunque les sugerimos a los del taxi y la grúa que la pasáramos en un hotel y continuáramos al día siguiente, la respuesta fue tajante en el sentido de que ellos debían cumplir la misión sin descansar, para lo cual estaban perfectamente entrenados. ¡Oh noche sublime y colombiana! En dos ocasiones, ya al amanecer, el conductor del taxi estuvo a punto de irse a una cuneta pero logramos moverle el timón y despertarlo. Un tinto aquí, otro más allá, una bebida en un pueblo, etc. Estos tipos resultaron conocidos de “El Mostro”, quien con su compañero nos había llevado alguna vez en lancha a un grupo de Puerto Boyacá a Cartagena.
Llegamos a los 10am del día siguiente a la casa de playa del amigo Alejo, a 40 kilómetros de Cartagena. Los del taxi y la grúa estiraron las piernas y el de la grúa fue directo a conocer el mar (¡!). Mucha gente de los pueblos del interior no lo conoce aunque vivan a la orilla del gran rio y se ganen la vida como navegantes. Bajamos el kayak y quedaron en dejar la camioneta en el taller indicado, al cual yo iría el lunes para establecer las reparaciones a realizarse.
Todo bien. En la tarde Alejandro me llevó a mi sitio en Cartagena y me encontré con la familia que había viajado en avión. La reparación tomó una semana más de lo acordado, pero las vacaciones fueron efectivas. Sin embargo, al regreso a Bogotá me volví a varar llegando a San Alberto, pero por otra cosa. Un lugareño me remolcó hasta un taller y al cabo de un par de horas continué mi camino. Así es la vida en estos viajes al o desde el mar.
Pero bueno, en esta segunda ocasión todo marchó a la perfección. Primero, no se madrugó con tanto énfasis. Realmente no tiene sentido dormir poco cuando se va a viajar por tierra: a las 7am es suficiente. Se desayuna en el restaurante Juanito, después de Villeta, al inicio del ascenso al Alto del Trigo y más adelante se almuerza… o no se almuerza y se llega aun de día a Aguachica. Al día siguiente se llega también con luz natural a Cartagena.
En Puerto Salgar un soldado de la patria nos ordena detener el carro, pero no es para solicitar papeles o hacer requisa, sino para contarnos que “estas niñas están vendiendo un bono que jugará con la lotería de Cundinamarca, todos los meses durante todo el próximo año y solo vale cuarenta mil pesos. Los ingresos se destinarán a los soldados heridos en combate” Bueno, entre ejército y heridos, ¡quien se va a negar!
Pero al regreso nos volverían a parar para lo mismo y cuando explicamos que ya habíamos comprado el bono nos dicen que este es distinto y que, de todos modos, no es obligatorio; pero lo espetó con cierto tono. No se compró el tal bono, pero el asunto fue levemente tenso. La pregunta es si una persona investida de autoridad, y armada, puede sugerir, o si la sugerencia es el trámite para que se obedezca sin ejercicio de la fuerza física.
Hay cosas importantes en la cultura. Por ejemplo, en alguno de los pueblos de La Costa se acercan al carro dos muchachos y uno de ellos nos dice algo sobre los kayaks que van sobre el techo y el otro con gran repentismo interviene y dice clara y sonoramente, a manera de respuesta: “¿oye y tú por qué mejó no le pides a este man la mondá y se la mamas?” y entonces un tercero que alcanzó a escuchar interviene: “¡No joda y este man la debe tener grandísima ah!”. A lo que finalmente uno de los otros grita con agudeza ya retirándose pero pendiente con la mirada, como reclamando una celebración o su astuta ocurrencia: “¿pero funciona”? Opto por acelerar ¡No jodaa!
Navegación.
Etapa uno
Llevamos los kayaks a la playa escogida. Allí nos esperaba el equipo de apoyo. Es muy temprano aunque ya amaneció. El cielo es propicio para el deporte y la aventura, es decir, no demasiado abierto. Hay humedad y algo de bruma en el ambiente. Como estamos en la bahía, próximos sí a la salida a mar abierto, pero todavía bien resguardados del oleaje mayor, la superficie casi no oscila y apenas si en el beso final se hace una pequeñísima rompiente. De centímetros.
Nos metemos en la bañera, ajustamos el faldón, tomamos el remo, lo apoyamos un poco en la arena y con dos movimientos de cadera entramos al mar. Un par de paladas, bajamos el timón, una mirada alrededor, más a la manera de un tic como el de los bateadores de grandes ligas, que desajustan y ajustan sus guantes una o dos veces antes de acomodarse para conectar un balazo a más de cien kilómetros por hora.
Se hunde el remo una vez, dos, tres…estamos navegando hacia la punta nor- occidental de la Isla de Tierrabomba, donde está asentada la pequeña población del mismo nombre. En el extremo sur occidental está el pueblo de Bocachica, nuestra primera referencia una vez estemos costeando ya en mar abierto.
Son tres kilómetros de Castillo Grande a la isla. Poco a poco lo proyectado se va haciendo realidad de una forma totalmente des-solemnizada. Siempre pasa de esta forma. Uno dice: “le voy a dar la vuelta al mundo” a remo, o a vela, o a pie, y cuando das el primer paso es idéntico al paso que das para ir de la cama al baño y, por lo tanto, uno se pregunta: “¿ya le estoy dando la vuelta al mundo? ¡Increíble! Porque estoy en el mismo sitio al que llego cuando echo “una nadadita”, o cuando me acomodo en un neumático para tomar el sol flotando en un día de vacaciones con los niños.”
Continúo avanzando y ahora estoy más alejado, ya no dentro de los parámetros de un turista tomando el sol, pero solo algo más. Es como salir de viaje hacia el Lejano Oriente, 20 horas de vuelo en avión, atravesando un océano, embarcarse, dejar el aeropuerto, y darse cuenta de que ya estás volando hacia la China, pero todavía sobre el patio de tu casa.
La etapa siguiente es sentirse lejísimos de la playa de partida pero sin distinguir aún con claridad las casas de Tierrabomba. Percibes que ya estás dentro del silencio del viaje y que estás solo. Como el escalador cuando ha superado los 30 metros y todo empieza a depender de él, del entrenamiento, de las habilidades desarrolladas a base de repeticiones y de aquellas que se practicaron “por si acaso”; solo que ahora las posibilidades son reales, aunque mejor no pensar en ello. Estás entrenado para que esas cosas no sucedan ¿te has puesto a pensar que los cientos de ejercicios de salvamento que se pueden haber hecho en un trasatlántico solo se pondrán a prueba una vez en la vida (o en la muerte) y que las circunstancias nunca serán idénticas a las asumidas en el entrenamiento?
Poco a poco el océano respira bajo la embarcación y luego cambia para dar paso a unas olas relativamente empinadas, suaves, más rápidas que las pequeñitas de nuestra Represa del Tominé. Nos levantan e impulsan hacia adelante. Debemos ser cuidadosos para que la proa no se vaya a clavar contra el agua.
Peces pequeñitos saltan, de seguro huyendo de su depredador, algunos, porque no faltará los que lo hacen por seguir al grupo, por diversión, o para rascarse. Por los lados Bocachica hemos visto delfines en otras ocasiones. Pero todavía falta trecho. El pensamiento de quien rema o trota no es lineal.
Murakami dice que los pensamientos o ideas que penetran en el espíritu mientras se corre (que es igual con el remo, digo yo) son meros accesorios del vacío. “No son contenidos, son pensamientos generados en torno al eje de la vacuidad.”
“Los pensamientos que acuden a mi mente cuando corro se parecen a las nubes del cielo. Nubes de diversas formas y tamaños. Nubes que vienen y se van. Pero el cielo siempre es el cielo. Las nubes son sólo meras invitadas. Algo que pasa de largo y se dispersa. Y solo queda el cielo. El cielo es algo que, al tiempo que existe, no existe. Algo material y, a la vez, inmaterial. Y a nosotros no nos queda sino aceptar la existencia de ese inmenso recipiente tal cual es e intentar ir asimilándola.”
Esto es perfecto para la navegación a remo. De hecho a veces trato de contar paladas pero me es muy difícil llegar a cien sin que antes no se me haya atravesado algo, nimio, o importante, plácido o no tanto. Son las nubes que pasan.
El acto de navegar es la meditación, es el yo que va despertando de cuando en cuando. Es como si el movimiento se hiciera quietud, pero con la diferencia de que hay, al menos, una línea en el horizonte. En la quietud total no existe la línea del horizonte como referencia. ¿Es por eso tan difícil? Creo que en esto radica el atractivo del cine, de las películas. No tienes que lidiar con las nubes, no hay pensamientos, solamente te ocupas de recibir el relato.
La hilandería, el tejido, esas cosas, están emparentadas con la navegación. Primero, porque Hermes dios griego del comercio, le dijo a Poseidón, dios del mar, que Komé rey kukrometerfo de los tejidos, era hijo de Pane, madre total de la tersura y el movimiento. Todos saben de la tersura del plano acuático y del movimiento de las telas. Segundo, porque la puntada y la palada del remador son lo mismo. No son equivalentes sino expresiones de la misma deidad. Físicamente solo es cuestión de cambiar dedos por brazos y, en cuanto a la esencia, sobra toda demostración. Baste resaltar que nadie se atreve a definir una tela como una sucesión de vacíos unidos por golpes de nudo y tampoco se puede afirmar que el viaje en kayak es la unión de impulsos que atan detenciones potenciales.
En la pirámide de Chichen Itzá, en México, pude alguna vez percibir un fenómeno único que me parece también bastante relacionado con lo de remar. Resulta que en el costado sur de la pirámide el eco de un aplauso, y no de otro tipo de ruido, no consiste en otro aplauso, sino que es el graznido de un pato. Es decir, es como si uno gritara “¡hola!” y el eco respondiera no ¡”hola”!, sino “¿cómo estás tú?”. La explicación es que el ruido del aplauso emitido no se estrella contra una pared lisa, sino contra escalones, cada uno de los cuales está un poco más atrás del otro y, por lo tanto, la respuesta es dada por cada uno de ellos en un momento diferente creándose un pequeñísimo silencio entre una y otra respuesta; como el oído humano no alcanza a captar el silencio entre cada una de las respuestas lo que nos llega al cerebro es algo así como el graznido de un pato y no un aplauso. ¿Por qué no hay eco en los otros costados de la pirámide? Configuraciones acústicas. Alguna relación con el asunto tiene la forma del templo superior de la pirámide en cada uno de los lados. ¿Sabía usted que el graznido de un pato no produce eco? Yo tampoco.
Y también forma parte de la experiencia de navegar a remo, el hecho de que un relato que podría ser ameno, entretenido, se convierta en esta suerte de disquisición filosófica, cuasi erudita, propia de quisquillosos, insolventes y engreídos “juristas” que, claro, con tal de discutir, no pueden aceptar como todo el mundo que el agua es el agua, sino que dale con su importancia y que si moja o no y patatín y patatán.
Aunque se navegue viendo la costa, ésta no es la misma que cuando estás parado sobre ella. Porque ahora está lejos, es solo algo que se desplaza despacio, imperceptiblemente, no es tierra firme, es algo que pertenece al mar en el que subes y bajas. Es “la costa”, no tierra firme. Ésta es distinta y contiene caminos, árboles, fauna, minas, tesoros, ciudades, pobladores. Quienes verdaderamente comprendieron esto, nos cuenta Ospina en “Ursúa”, fueron los conquistadores. Para ellos, mientras navegaban, cuando estaban llegando después de cientos de días en la soledad del mar, la costa era la referencia, la salvación, el fin de la etapa. Pero, por otra parte, en cuanto tierra firme, era apenas el inicio de una nueva vida en un entorno que cada vez los alejaría más del mar por donde habían llegado. Esos viajeros tenía posibilidades físicas de volver, pero todos sabían que era un viaje sin retorno. Como la gente que desde ya se está reclutando para irse a la estación espacial de Marte, de la que no podrán regresar jamás; quizá alguno, pero el destino escogido es el del no retorno.
Nosotros no pertenecemos a esa categoría, somos simples mortales, necios deportistas, liliputienses de la aventura. Sin embargo, he aquí que más o menos logramos comprender. La Isla de Tierrabomba nos ofrece unas tres o cuatro puntas de referencia y a la hora y cuarenta y cinco minutos de navegación estamos cruzando el canal de acceso de los grandes barcos a la Bahía de Cartagena.
Desde aquí, desde Bocachica, una opción es ir muy cerca de la costa hasta que el mar se hace cristalino y enfilarnos hasta una pequeña ensenada y descansar a la entrada de la misma en una playa mínima, para luego bordear unos tres kilómetros hasta Punta Gigante, voltear y entrar a la Bahía y cruzar hacia Playa Blanca. En esta ocasión navegamos directo a Punta Gigante, paso de Moja Culo, lo cual nos ahorró mucho tiempo y descansamos al dar la vuelta, muy cerca del hotel Decamerón, para luego irnos hacia la entrada a Puerto Naíto, pero sin entrar, y buscar una cabaña un poco alejada del centro del turismo de Playa Blanca.
Cuando se completan las 4 horas de remo no hay demasiado ánimo para exploraciones, así que atendemos la primera recomendación y somos recibidos por un gringo casado con colombiana, sus hijos y sus perros. Bueno, casado solo con la colombiana, los hijos son los hijos y los perros…ladran, claro. Tienen un lugarcillo agradable, rústico, casi primitivo. Exquisito para un descanso.
Pero ha de tenerse en cuenta que por poético que algo se perciba, no es lo mismo percibirlo que vivirlo. Un cambuche tiene su olor, sus suciedades, su escalera que maltrata los pies, poca luz, arena, humedad, poco espacio, mosquitos y ruido del maldito televisor del hijo del gringo que mirará programas hasta el amanecer. En fin, igual que la poesía misma, la cual no deja de ser poesía por toda la transpiración dejada en ella por quien la hizo. O dígame alguno si La Patria, tan cantada, tan enseñada a los niños, tan amada, tan jolgorosa en las justas deportivas ¡tan orgullosos que nos sentimos de ella! no está compuesta de un manojo de mentiras estiradas sobre unos sucesos violentos, poco claros, manoseados por los políticos y los generales, adosada de mocos y caca, de traiciones y esperpentos. Pero ¡oh gloria inmarcesible! Todo cabe en la bandera y lleva el sello del escudo y flamea con el aliento sublime desde el pecho de sus hijos, como si fuera un bello y fresco siroco o los dulces alicios, jugos tropicales para el comercio o diversión de los lectores de arrebol. ¡Basta! Punto. Por ahora.
Así que nos instalamos, lo cual consiste en subir al cambuche la bolsa con las pertenencias mínimas, enterarnos del baño (un inodoro y un lavamanos rodeado de unas tablas amarillentas de m y algo de techo) y sentarnos luego bajo un parador de palma en unas tumbonas a contemplar…
Cuando está listo el pargo se come pargo y después se sigue contemplando. Uno o dos rones. Para seguir contemplando. Una excursión hasta la entrada de la ensenada Puerto Naito, descalzos, para torturarnos y pasando por una porción de playa sobre la que el hotel Decamerón ejerce una intimidación blanda. Como todas las playas en Colombia son de uso público, a algunos hoteles se les tolera que ejerzan una especie de ocupación permanente, con guardias, sillas, etc., lo cual en la práctica hace que quien no sea huésped del hotel se siente realmente incómodo si las utiliza. ¿Y qué? No, nada, se trata de comentarios de un kayakista jurídico. Porque así como la tela está hecha de puntadas, y el viaje de paladas, la ley está hecha de frases y, por lo tanto, el idioma y el viaje a remo también son la misma cosa. ¿Increíble, no?
A las 5pm, en algún restaurante del lugar hay Happy Hour; más que restaurante es un bar rústico sobre la playa, con unas 5 mesas sobre la arena, algunas con su paraguas de palma. Terminado el Happy Hour pasamos al restaurante “La Española”, cuya propietaria es “la española”, claro. Se casó con colombiano y ahora ayuda a la crianza de los nietos. Tiene unas cabañitas que parecen mejores que las que escogimos, pero nada como para hacer un cambio. Espagueti con atún. ¡Perfecto! Y a dormir, porque la jornada de mañana es algo más larga. Avanzaremos hasta la punta de Barú y de allí cruzaremos a las Islas del Rosario previo un reconocimiento de la ensenada de Cholón y de un hotelito llamado Sport Barú.
Etapa dos.
Ni Tierrabomba, ni Barú, ni las Islas del Rosario, alcanzan a aparecer en un mapa de América del Sur y apenas si aparecen en un mapa de Colombia de 80 x 80 centímetros. Por lo tanto, nuestra aventura es bastante reducida en cuanto al ámbito geográfico. De todos modos somos pocos los que la hacemos en kayak o en mínimas embarcaciones de vela. Nadie nadando.
En el hotel de Cholón nos reciben, nos dan café tinto, y nos muestran el lugar. Bueno, puede ser una opción para pasar la noche en un próximo paseo. De ahí rumbo oeste directo a Isla Grande. Este tramo es más o menos peliagudo porque implica una travesía sin costa a los lados y puede haber oleaje cruzado. Pero en esta ocasión el asunto es moderado. Al llegar a Isla Grande primero nos asomamos al hotel Cocoliso y luego pasamos por el extremo oeste, por Caño Ratón, e ingresamos a la Bahía de las Mantas, una ensenada de aguas claras en la que hay algunas casas y, al fondo, el hotel Caliente Tours, en el cual decidimos quedarnos a pasar la noche. Fue aquí donde Pete Manjarrés, sonero Guatemalteco, murió enhebrado exacto en el corazón por la espina de una manta raya a la que le estaba faltando al respeto. Igual que le ocurrió al cazador de cocodrilos.
Nos acomodan bien en una verdadera cabaña con un balcón, con una mesa, en la cual puedo contestar algunos correos y hasta redactar un concepto, utilizando el computador con internet a través del celular de Felipe, aparatico que, dicho sea de paso, ha resultado extraordinario, con sus mapas y GPS.
Lo que me trae al tema de los mapas. Hace algunos años, hasta los 90s, más o menos, cuando se viajaba, uno llevaba un mapa en papel, dificilísimo de volver a guardar de la forma original. Pero era fantástico andar por ahí ubicándose en el mapa, lo cual implicaba entrar a un café y desplegarlo en la mesa y con un esfero empezar a marcar la ruta, etc. Luego el asunto se daba vuelta en la cabeza y a volver a comenzar. Pero era la única manera. Hoy con los GPS la ubicación se ha facilitado cantidades. Es una de esas cosas que se consideraban “que tal que hubiera un aparato que…”. Por supuesto que el celular es otra de esas cosas extraordinarias, pero ya nos acostumbramos y cada vez le reclamamos más y más accesorios. Las oficinas de correo en las que se enviaban telegramas o se pedían llamadas, y los mapas en papel, van quedado en el baúl de los recuerdos. ¿Se acuerdan lo difícil que era sacar el mapa en el kayak con el bamboleo de las olas, desplegarlo sosteniendo el remo con la barbilla, sin que se mojara y hacer anotaciones con un lápiz?
Mientras transcurre la tarde se contempla, se bebe algún ron, y cuando llega la hora de comer la cazuela, se la come. No es más lo que se puede hacer en estas giras deportivas. Las manos van llenándose de ampollas y debe utilizarse esparadrapo. El problema es que al quitarlo sale con algo de piel.
Etapa tres.
A las 7am en punto ya estamos remando, después de un excelente desayuno con arepa de huevo y café con leche. Surge una discusión interesantísima sobre si deberíamos dar la vuelta a la isla arrancando hacia el oeste o hacia el este. Para mi debía ser hacia el oeste y girar rumbo sur, sur este, para encontrar la punta de Barú. Me parecía que estábamos muy cerca del extremo oeste, pero no contaba con que la isla es más ancha en esa parte y, además, su posición, respecto de Barú, hace que este extremo esté más lejos de Barú que el otro, el cual finalmente tomamos. Verificado después en el mapa resultó que de la forma en que lo hicimos fue 200 metros más corto. ¡Magnífico! No es fácil medir distancias a ojo en el mar, porque desde lejos uno no tiene una apreciación adecuada de si la isla o costa de destino está inclinada o no respecto de la línea de la cual uno sale. Y está la deriva de la embarcación y todas esas cosas, que hacen creer que se está viajando en línea recta cuando en realidad lo termina haciendo en semicírculo.
Una maniobra aparentemente elemental en el kayak, como es la de llegar a una playa con rompientes, así sean pequeñitas, en muchas ocasiones termina con un vuelco poco elegante. Nunca la he realizado en una playa con rompientes grandes. A lo mejor es conveniente bajarse antes y llegar con el kayak a la sirga.
Cruzamos. Bahía Barbacoa, siempre resguardada de los vientos del norte, prevalentes, y, a partir de diciembre, y hasta abril o mayo, bastante fuertes. Son los Alicios o Trade Winds. Debemos remar unos 17 kilómetros más y encontrar el hotel Baruchica. En algún momento nos abrimos demasiado de la costa y tuvimos que hacer un esfuerzo por recuperar un rumbo adecuado. Nos acercamos a un complejo de construcciones, que desde lejos parecía un hotel, pero resultó ser un laboratorio de investigaciones marinas más o menos abandonado. ¿Más o menos? Diría un extranjero, “¿Está o no está abandonado?” Más o menos, contesto, aquí no somos tan claros; nunca actuamos de manera radical, sino ahí, aquí nadie tiene razón, sino que depende, la gente manda, pero no totalmente, hacemos las cosas a nuestra manera, vamos por etapas, en todo. Democracia, pero no total, castigos fuertes, pero no efectivos, jodidos, pero felices, así.”
Así que reanudamos la búsqueda con la ayuda del GPS, el cual indicaba que estábamos bastante cerca. Al sobrepasar el último cabo nos orillamos bastante y le preguntamos a un lanchero por el hotel y nos dijo: “más allá de la cabaña aquella”. Pero pasamos la cabaña, en la que había un letrero de “Perros bravos” y del hotel nada. Paramos nuevamente a consultar el GPS y nos indicó que estábamos a unos 200 metros pero que ya nos habíamos pasado. Así las cosas, decidimos hacer tierra y salir a la carretera que pasaba muy cerca y caminar los 200 metros. Un mototaxista nos dijo que en la siguiente curva. Pero nada. El GPS nos informó que nos habíamos pasado otra vez. Es decir, el hotel fantasma. Utilizamos silbidos en el único portón que se veía, pero nadie contestó. Maluco el bejuco. ¿Qué hacer?
Finalmente alguien salió desde la casita del fondo y nos indicó que era allí. ¡Bravo!
Es un establecimiento ecológico. No venden bebidas artificiales y su dueña, amable, nos acoge y nos atiende, pero, desafortunadamente no tiene habitaciones disponibles. Nos ofrece cuidar los kayaks y nos recomienda con un taxista que nos llevará nuevamente a los cambuches de Playa Blanca. Y nos cobra durísimo. ¿Cómo habría sido sin la recomendación? Aquí al turista se le saca todo lo que se le pueda sacar, sin remilgos, que ya se verá si vuelve o no vuelve ¡Qué carajo! Y muchos de los turistas tampoco largan mucho dinero que digamos, pues vienen a mendigar comida y fumar mariguana. ¡En fin!
La playa es blanca y el turismo es de cualquier color. A las señoras las bajan cargadas de las lanchas o el lanchero les hace escalera con su pierna derecha. Una vez abajo cada cual se divierte con sus fotos y sus gritos y su baño de mar. Es bonito. Parece que el gobierno quiere hacer una infraestructura turística para organizar el caos pero, como es natural, los actuales ocupantes no están dispuestos a ceder sin dar la pelea. Debería ser algo que los incluya. Sería bueno algo menos salvaje, más higiénico. Es decir, rústico y natural, pero no tan cercano a la no participación humana.
Debo contarles que mi primo está vendiendo unas plantas purificadoras de agua, salada o no, que podrían ser la solución en sitios como éste. La noche antes de la salida mi hermano nos contó que es prácticamente socio del proyecto del primo, quien a su vez está asociado con un empresario de Barranquilla y entre ambos tienen contactos y toda una estrategia de ventas. Cinco millones de dólares por planta, lo cual arroja unas comisiones como para cambiar de vida.
Pues resulta que conversando con el dueño del cambuche en el que nos decidimos quedar en esta ocasión vino a colación el asunto de las máquinas y nos dijo que uno de los que iba a visitarlo esa tarde, por lo del cumpleaños de su hijita, era miembro de concejo municipal o algo similar en el corregimiento y que por tanto deberíamos hablar con él, lo cual hicimos. Inmediatamente llamamos por celular a mi hermano y él se comunicó con el primo y éste con el socio de Barranquilla, el ingeniero, y al momento ya teníamos una cita en Cartagena para una reunión de carácter técnico.
¿Por qué razón escogimos este alojamiento cuyos cambuches están precisamente encima del bar, en el que hay un equipo de sonido? Creo que le creímos a la tía del señor, una que prepara buenos pescados fritos, cuando nos dijo que el equipo se apaga a las 6pm. Lo que no manifestó con claridad es que el sobrino nos iba a pedir una extensión de la hora, por lo del cumpleaños de la hija, solo hasta que lo consideráramos razonable pero que de todos modos después de las 6 él le bajaba el volumen. Pero dar la “orden” de apagar el picó a las 8pm, cuando los 10 contertulios del hombre están en lo mejor de las anécdotas no es del todo fácil. Solo hasta las 12am tuve la carga suficiente de decisión de exigir el fin de la fiesta y ¡oh sorpresa! Se acabó de inmediato sin reproche alguno.
Al día siguiente el dueño del cambuche no se levantó porque estaba enguayabado y los personajes interesados en las máquinas nunca llamaron. Le comunicamos a mi hermano de cancelar la reunión, pero el ingeniero de Barranquilla mandó decir que él viajaba de todos modos para explicarnos el asunto a nosotros. Muy bien.
Etapa cuatro.
Llegamos bien temprano al hotel Baruchica donde nos recibió la dueña con jugo y desayuno ecológico, pero Felipe no pudo con nada porque el estómago le estaba jugando una mala pasada desde la madrugada. Ya en el mar al poco tiempo lo atacó el vómito, la debilidad fue manifiesta, y hubo de retirarse a la embarcación de apoyo. Hice el resto de la jornada en representación del equipo.
Caño Lequerica contra la corriente. Bordeado de bella y exuberante selva siempre constituye un pasaje inolvidable. Al salir al Canal del Dique se siente el gran rio y la corriente a favor anima. Pero ya es una vía habitada, con embarcaciones en las orillas y proyectos industriales. Nos cruzamos con un remolcador enorme con cuyo capitán intercambio gestos de saludo. A través de ellos nos hicimos colegas, gente de mar, aventureros. Así son las cosas aunque usted no lo crea, así son.
Al final del Canal empiezo a buscar un sitio donde estirar las piernas para entrarle con fuerza al último tramo de 12 kilómetros hasta Castillogrande, pero el sitio previsto no está disponible por cosas de la marea o qué se yo y, al llegar a la Bahía imagino erradamente que a mano izquierda debería haber alguna playita, pero no, este lugar es un fangal inmundo en el que es imposible hacer pie, de manera que debo retomar el rumbo, hacer un corto transbordo a la lancha, desde la cual, me informan es ese momento, me habían estado haciendo señas para que no me fuera hacia donde me fui. ¿Ves?
Cruzo a Caño de Oro, bordeo esta parte de la isla de Tierrabomba y al llegar a la punta enfilo hacia la playa de partida. Hay dos buques de carga anclados en la zona, los cuales sirven de referencia sicológica, pues una etapa es hasta el uno, la otra hasta el siguiente y de ahí una tercera hasta el punto de destino.
Cuando uno ve desde lejos una embarcación de remo en el mar parece quieta y cuando empieza a notar su desplazamiento, su movimiento es constante, apacible, absolutamente desligado de la sucesión de movimientos musculares que hace quien va en ella. No es cuestión de uno, dos, uno, dos, sino de una especie de “punto en movimiento”, sin más explicación. Es sin duda, la diferencia entre el espectador y la experiencia.
Las pequeñas cosas inútiles que disfrutamos.
Tres cosas adicionales: No sé si alguien le ha dado la vuelta al mundo en segway: Sería perfectamente inútil, encantador. Las otras dos se me olvidaron mientras escribía la primera. Pero Bueno, una cuarta sería el hecho de que en alguna parte de este viaje fuimos perseguidos por una jirafa. Tal como suena, por una jirafa llevada a una hacienda cerca del mar. Sirvió como maleta para un importante transporte de drogas, pero no prohibidas sino de simple acetaminofén. ¿Para qué? No lo dijeron, solo nos lo contaron y nos entregaron la película, pero ésta se mojó y la botamos. Es decir, no hay prueba alguna, pero estoy seguro de que me creerán, porque no me voy a poner a inventar cosas ¿para qué?[1]
2013, diciembre, inicios.
[1] Se podría considerar contradictorio que una jirafa, animal de cuello largo y corazón grande, persiga a navegantes en kayak que van por el mar, pero ha de tenerse en cuenta que no toda persecución es lineal, sino que puede perfectamente consistir en acoso. Sale en un cabo y amenaza, deja saber que estará esperándonos en la playa donde descansemos. Hay casos documentados de eventos en los que la jirafa, a base de presencia e inquina hace que las embarcaciones vuelquen y espera en la costa la salida del agua del navegante. También, casos de situaciones en las que de noche, cuando el marino duerme en un cambuche elevado, la jirafa toma ventaja de su extenso cuello y logra su objetivo.
Por supuesto, la película a la que se hace mención es la relacionada con lo de la droga, pues no hubo nunca filmación de la persecución. De todos modos, en este caso lo que hicimos fue, en uno de los descansos, alquilar una carabina a un soldado y reventarle la cabeza al extraño cuadrúpedo. Con el cuello se hizo un tótem y con la piel del cuerpo el jefe de la tribu se hizo un traje ceremonial; este es el único jefe tribal de esta zona que tiene traje de jirafa para eventos especiales. Otros, en ciertos lugares del mundo, utilizan piel de tigre, pero esto es demasiado evidente, casi infantil y, se ha dicho, que poco serio.