Capítulo Primero (menos técnico que el siguiente)
Yo, inocente, caucásico, a good looking guy, no tenía idea de que en una sala de espera de un aeropuerto se pudieran reunir, sin cita ni acuerdo previo, cien agudos y, casi disimulados y disimuladores, observadores del comportamiento ajeno.
El uno miraba los zapatos del otro, éste escuchaba la conversación de la pareja, pero ella, a la vez que escuchaba, más con gesto que con palabras (diríase algo de si se puede escuchar con palabras, pero así es la vida) analizaba la mirada juzgadora de la señora esa con su maleta barata, pero, a su vez, claro, era observada intermitentemente por un muchacho más bien tranquilo pero, sin duda, un verdadero genio en el arte de escanear sin ser agresivo. No enumero, por respeto a ti, lector, todos los otros sutiles pero fuertes ejercicios de profundización en “el por qué del otro”, o en su familia, su desayuno, o riqueza, que tenían lugar en dicho recinto.
Como los observadores tienen por código no dejarse confrontar ritualmente y por eso retiran la mirada moviendo lenta pero oportunamente la cabeza cuando el otro intercepta su línea de vista, sucedió que, dado el ambiente de cámara[1] que imperaba en la susodicha sala de espera, todos empezaron a mover la cabeza y, sin que se pudiera decir que había conciencia colectiva (por lo menos no se lo podía decir en ese momento, sin que esto implique que la hubiera o no, sino que “no se lo podía decir”) todos, todos, evolucionaron en sus movimientos de cabeza, a un lado, al otro, arriba, abajo, en círculos, en triángulos, en octágonos y, aunque sea difícil de creer, incluso en formas mucho más evolucionadas y artísticas, pero sin llegar a ser sublimes, porque no eran fluidas, solo por eso. Lo hacían cada vez más rápido, tal como si se tratara de un gallinero, o en un gallinero, o como las gallinas de un gallinero.
Los movimientos de cabeza pronto fueron acompañados por gestos manuales estilo los de compresión, es decir, lentos y reposados, de cierta pesadez, de cierto aplanamiento, en fin, esa mano que se despega de la pierna, sin que la muñeca se separe del muslo, y que vuelve en un solo movimiento a quedar, como al inicio, en completo reposo.[2] De manera natural, no forzada, se incorporaron cruces y descruces de piernas, y, sin que se pueda definir un momento preciso, como sí se lo puede cuando entran, por ejemplo, los oboes al concierto, en respuesta iluminada, incomprensible, adamantina, tras la sugerencia perfecta del director, empezó a pergeñarse una sonrisa, esta sí colectiva, de esas que no muestran dientes.
Con la acentuación de los movimientos de cabeza, de las manos, de las piernas y, sí, con lo de la sonrisa, el ambiente se caldeó[3], es decir, adquirió una connotación visual y olorosa de gimnasio griego, a tal punto que casi que era evidente que los nombres a los que respondían estos observadores podrían ser Apolonio, Protágoras, Esquilo, Apulón, Adriadna, Sócrates, Euclides, Tarso, Eurídices, Apolo, Príamo, Páris, Perseo, Artemisa, Aquiles, Mitro, Efigenio(a), Zeus, Sófocles y Agamenón.
Algunos se ponían de pie y otros se sentaban. Y uno, y dos, y tres, y cuatro, y cinco, y seis, y siete…
Pero, como era obligatorio disimular, se escuchaban comentarios, casi conversaciones, y risitas. Aquel sacó penilla y el de más allá se quitaba y se ponía la argolla de matrimonio.
Cuando llamaron a abordar todos coincidieron en que había que mirar hacia atrás y devolver el movimiento, pero sin abandonar los ya señalados movimientos en curso. Una señora cacareó y todos movieron la cabeza hacia adelante y hacia atrás mientras doblaban las piernas y caminaban como aves en tierra. Algunos picotearon, pero solo la señora que había cacareado puso un huevo y el ambiente de cámara se llenó de plumas.
Capítulo segundo
(más técnico que el anterior) narrado por Iioni Fraktlls, a quien encargué de estar atento y recibió testimonio del ingeniero de vuelo.
Al avión solo entraron gallinas y, dado que no estaba equipado para transportar aves, el piloto pidió un poco de paciencia e hizo llevar una cuadrilla de mecánicos para que quitaran las sillas y echaran algo de tierra fresca, de manera que el estiércol pudiera mezclarse sin demasiados contrastes.
Se retiraron las tapas de los compartimientos de maletas y en ellos se acomodaron casi todas las gallinas, pero las que no encontraron lugar se dedicaron a revolotear por el avión ensuciando a los mecánicos.
El piloto, el copiloto, la jefa de azafatas y yo, nos encerramos en la cabina y desde allí convencieron a tres mecánicos de buen talante, pero sin convicciones zoológicas, que sirvieran unos pasa bocas, dado que nadie discutía que todas y cada una había pagado por su tiquete.
Ya sin los asientos, las trescientas cincuenta gallinas estuvieron a sus anchas.[4] Algunas utilizaron el retrete para peinarse, pero casi todas prefirieron almorzar en la zona de pasajeros (retrete, peinarse, almorzar ¿tiene sentido? No lo sé, pero así fue[5])
Cuando el avión aterrizó y se cumplieron los procedimientos para el desembarque, hicieron una fila y fueron saliendo de manera sumamente ordenada, aunque prefirieron que no les colocaran las escaleras y optaron por un gracioso salto a tierra, todo lleno de aleteos y del ruido normal que hacen las gallinas vivas en estos eventos.
De hecho, se organizaron por orden alfabético y fueron entrando en parejas a los salones de inspección fitosanitaria, de los cuales salían evidentemente altivas y orgullosas. Se perfumaban como cualquier gallina en situación similar.
La cuestión de los taxis sí requirió de la intervención de la policía de puerto, porque, se sabe, si hay gremio discriminador, es el de los taxistas, especialmente los de origen famélico y los que gustan del sancocho, es decir, aquellos de los extremos.
Las autoridades aeroportuarias y los maleteros estuvieron muy atentos con lo del equipaje y, lo que más sorprendió, fueron realmente elocuentes en los consejos para el uso de los porta maletas.
A nadie se le ocurrió requisar debajo de las plumas, no fuera a haber quejas ante la prefectura animal, pero claro, no faltó quien relatara el hecho como un exceso, pues si la competencia contra quejas por maltrato animal la tiene dicha prefectura, nunca se ha interpretado que la competencia sea la misma si la queja va del animal a la prefectura.
Sobra pues afirmar, aunque, como se evidencia, lo hacemos, que todo salió bien en el sentido de los trámites de viaje, incluyendo la porción terrestre, aun con los pequeños cambios aquí narrados.
Habiendo partido los taxis, el comandante de la Aeronáutica, autoridad del área, concedió libre plática, si se me permite un término no exactamente logístico sino náutico-aduanero, para que una vez más una cuadrilla de mecánicos, con especialización en tornillería silletera, pero, también, con habilidades en limpieza de rila fresca, ordenara el avión.
Todo quedó bien, de forma coherente, se apreciará, con la manera civilizada como se trató, solventó, dirigió y manejó el asunto, maneras éstas no tan usuales en situaciones como la descrita, que pude presenciar por mi calidad de ingeniero de vuelo y no, ciertamente, como pasajero, condición en la cual quizá no lo habría creído. Por otra parte, esta condición laboral me limita para contarles lo que pudo haber pasado después del abordaje de los taxis, porque de eso en adelante no tengo información.
Coda: la edición de esta noticia no fue autorizada, razones tendría la censura, que siempre las tiene y buenas. No lo discutimos, pero, me pareció un exceso destruir esta nota que, por lo demás, tampoco es tan diferente de lo que todos solemos presenciar en los aeropuertos internacionales y, simplemente, va en la política de que es mejor que la verdad se cuente a que no. Se recomienda sí algo de mesura, como cuando se cata un vino.
Fin.
[1] Debe aclararse que hay música de cámara, la aplicación quizá más conocida del concepto “cámara” dentro de estos contextos, pero también existen “ambientes de cámara” (Para una aproximación académica sobre el punto ver “Anotaciones Enciclopédicas sobre Cámara” de Henry Jártose Jr. Edit. Ikdlú, Buenos Aires. 2005
[2] Y si no hay reposo previo nada se puede en este aspecto
[3] Y no de caldo, caldero, ni de los asirio caldeos, sino como se entiende en su sentido natural y obvio en el texto que se pie pagina solo para abundar en transparencia.
[4] No tiene importancia alguna que al inicio del relato se haya dicho que en la sala de espera había cien observadores. El hecho es que al avión entrarontrescientas cincuenta gallinas. Punto.
[5] Nota del autor, no del ingeniero