Yoruba

Yoruba

Ramir Al Harajab

 

La sangre de caballo en una botella de Coca Cola no es normal en los aeropuertos, pero cuando adquiere el mismo color de la popular preparación pasa desapercibida.

Aun así, si estás sentado en el trono de un baño público y has dejado tú mochila con la botella de Coca Cola con la sangre de caballo en uno de sus bolsillos laterales y de repente un brazo nervudo y veloz se la lleva, puedes ponerte nervioso. No solo por la sangre, sino porque en algún documentos o en otros efectos personales aparecerá tu nombre.

Me arreglé como pude para ver de recuperar la mochila, pero, obvio, ya al salir del baño no vi a nadie con ella. Asumí que la habrían desocupado y que a lo mejor la encontraría en alguna caneca con la botella de marras. Casi nadie toma bebidas ya empezadas, pero, si era un especialista en el tema que me hubiera estado siguiendo, el asunto sería diferente.

El día anterior Yoruba y yo habíamos salido con las jeringas a desangrar caballos en los potreros que hay entre El Monumento a los Héroes y el barrio Polo Club, sección Los Álamos. Nos habíamos hecho hábiles y eficientes de jóvenes y muy rápido lográbamos insertar una jeringa en la vena del cuello de los animales y llenábamos una botella de Coca Cola de 600 centímetros cúbicos por cada uno; nos ocupábamos de unos 6 por noche. Casi nunca nos atrevíamos con el azabache que había matado a un gamín de un patadón en la frente. Nos las sabíamos todas porque veíamos muchas películas de vampiros y cosas de esas. Me acuerdo con nitidez de “Comanches a Caballo contra los Hijos de Lucifer”, una película protagoniza por Kir Sharton y Cjepa Toclina, la diva de la época, en la cual un viejo zorro del tráfico de sangre animal se suelta una verdadera y didáctica clase sobre cómo inyectar caballos en la vena del cuello y sacarles 600 centímetros cúbicos de sangre, bien para consumo personal o para la venta. En cambio, el pobre gamincito no sabía del asunto y se equivocó de lado, tropezó con la grupa del caballo y éste lo alcanzó con la pata derecha apoyándose en las patas delanteras en un asombroso y potentísimo corcoveo. Recuerdo perfectamente el sonido: ¡cockr! Y una cantidad de sangre. Esa vez corrimos como locos y cuando llegamos al barrio nos hicimos los que estábamos en la zona verde echando cuentos con las niñas de la casa de la esquina que habían salido por ahí.

Nos habían enseñado a tomar sangre rendida con masato casi podrido, lo cual, decía El Profe, aunque producía diarrea, generaba una fuerza descomunal y, sobre todo, nos habilitaba para ser parte del club de Los Bucaneros, una especie de secta de revendedores de sangre de caballo.

Con el tiempo, nos hicimos populares en el barrio Santa Sofía en el cual tuvimos clientes hasta bastante después de la muerte de El Profe. Ahora bien, debe aclararse que la salida a los potreros para obtener la sangre que llevaba en la mochila en el suceso objeto de este incidente no fue en la época juvenil, sino una aventura un poco fuera de tiempo ya de adultos, para satisfacer a un cliente ocasional. Casi diríase, que lo hicimos para generar una anécdota para los amigos, aunque algunos denigraban de nuestra antigua actividad por aquello de la reciente moda de defender a los animales, lo cual nosotros nunca consideramos ni siquiera como posibilidad intelectual, quizá porque no lo éramos; intelectuales, digo; nadie leía ni el periódico.

De todos modos fue una faena “como en los viejos tiempos”, diestra, aunque debe admitirse con melancolía que tuvimos afán. Nos bebimos 400 centímetros cúbicos cada uno y el resto lo entregamos a los hijos de El Maestro. Guardé una botella para llevarla al mar y venderla en el Mercado de Bazurto a Pitín Decabriaseau, un antillano que siempre quería ofrecer a sus clientes sangre de caballo de tierra fría con tajaditas de plátano verde y Kola Román.

Nunca me sentí traficante de nada y, además, Yoruba, con sus conocimientos ancestrales nos había desde siempre adoctrinado en que si el caballo no es maltratado la extracción le hace bien.

Sea lo que fuere, me dediqué a recorrer el muelle nacional revisando cada una de las canecas y observando cuidadosamente a todo los bebedores de líquidos rojos, morados y negros y a los comensales de comidas espesas del mismo color, pues sabía también desde antaño, que puede haber cambios de contenedor y que hay quienes la comen como gelatina o yogurt.

Observé detenidamente a un sujeto elegante con cara de vampiro que desayunaba con su graciosa y joven esposa y con los hijos, uno de 10 y otro de 5 años, todos educados, apropiadamente vestidos y de buenas maneras, lo cual constituye un cuadro típico para disimular la ingesta de sangre de caballo indebidamente adquirida.

 

Telefoneé a Yoruba, quien me explicó que lo más factible era que la mochila estuviera en una caneca, pero me recordó que en los aeropuertos las desocupan con frecuencia, por lo cual debería disimular y asomarme al cuarto general de basuras, en el costado noreste, primer piso, al lado del parqueadero de los montacargas.

Al darle la descripción de la familia me dijo que no perdiera el tiempo con ellos porque nuestra bebida los niños la han reemplazado por Milo y, especialmente, porque tampoco hay ahora vampiros evidentes a pesar de las muchas películas sobre el tema.

Mi instinto me dijo que no debía bajar al primer piso pues me pondría en evidencia. Por otra parte, reflexioné que si no había movimiento policial ni gente con los labios rojinegros el asunto no era grave y lo más factible sería asumir que el drama había terminado.

La cuestión era que sin la botella mi viaje no tenía sentido y, además, si llegaba sin el encargo en el mismo aeropuerto sería considerado como un inepto y me doblarían el pedido para la próxima oportunidad. Pero, por otra parte, si abandonaba y la policía había descubierto la sangre de caballo, al hacer el control final del vuelo me pondrían en la lista de sospechosos. Por lo tanto, decidí viajar y afrontar la cuestión ofreciendo un reemplazo con sangre de caballo de cochero, que no es lo mismo, pero tiene sus clientes.

Echado a mi suerte me relajé y produje algunos eructos para saborear la sangre bebida el día anterior durante la faena en el potrero. En eso ¡Que veo y oigo! La azafata del mostrador de Avianca levanta mi mochila y pregunta por el altavoz si alguien había perdido ese morral, a a lo cual inmediatamente levanté la mano y me dirigí a recibirlo. Todo estaba intacto pero encontré una nota que decía: ¡gran pendejo, si no lleva computador no disimule!, firmado por un tal Citio.

Llamé a Yoruba. Me dijo que al llegar comprara patacones y me fuera en taxi al mercado porque la fiesta iba a estar buena y que, para mi consuelo, él renunciaba a su parte.

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