Para Luis Vargas, como regalo de cumpleaños. Oct 2014
“Hay momentos en la vida en que uno tiene que aceptar sus responsabilidades y saber cuáles son sus verdades”, dijo ese señor a su nieto.
Ana asintió casi que sonriendo, mientras pasaba por quinta vez una toalla de papel especial sobre mi cabeza para secarme el sudor y continuar con el corte de cabello. Me había parecido amable, lúcida, perfeccionista, buena persona y, por lo tanto, digna de confianza.
La situación no estaba enmarcada dentro de ritualidades y era un simple suceso cotidiano, intrascendente, pero, quizá por el hecho de que en unas 2 horas yo estaría ante un juez de la república defendiendo una causa en la cual debería primar “la verdad” de alguna de las partes y ser reconocida por el ministro de la ley a través de una providencia dictada en uso de funciones legales y constitucionales, o al revés, dependiendo de la teoría que sobre tan enorme cuestión reposara en la formación profunda de su señoría, joven agresivo, parco de palabras, directo y antipático. Por estas circunstancias, digo, algo en mi interior me ordenó… no, algo en mi interior me hizo decir la verdad ante la pregunta de Ana: ¿cómo se hizo esa cicatriz en el pómulo?
Fue hace quince años, Ana. Un pez saltó del agua a gran velocidad y me golpeó de refilón dejándome un poco atontado y chorreando sangre, aunque en ese instante no fui consciente del golpe, porque a una milésima de segundo del contacto con el pez, otro más grande, de metro y medio, grueso, pesado, interceptó al primero y lo agarró con sus mandíbulas, pero, antes de que este segundo animal cayera al agua a babor del kayak, un tiburón de cuatro metros y veinte centímetros, negro, de mediana edad, atlético sin duda, mañoso, sabido, de malas pulgas, salió justo debajo de mi brazo cacheteándome fuerte el codo con su cabeza y capturó al segundo pez, yendo todos a caer parcialmente sobre la proa del kayak, el cual se zarandeó y habría volcado, si no fuera porque al salir el tiburón y tropezar mi codo, mi cuerpo giró violentamente hacia estribor, lo cual habría conducido a un volcamiento hacia ese costado (Incluso creo recordar que buena parte de mi brazo derecho estuvo sumergido) pero esa inclinación fue corregida por el peso parcial de todo este animalaje que rozó la proa hacia babor, dejando equilibradas las fuerzas e impidiendo la volteada.
Por supuesto, dije, quien no ha visto salir un pez de doce kilos a veinte kilómetros por hora, o a treinta, o a toda velocidad, y ser capturado por otro de cincuenta kilos, o de sesenta, o de setenta, a toda velocidad más un factor indeterminado que le permite alcanzar al otro, y no ha visto tampoco a ese conjunto de sesenta y dos a ochenta y dos kilos ser mordido y asegurado tiburónicamente, por supuesto, por un escualo de tonelada y media de peso que sale del agua agitada a toda velocidad más un factor más uno, más otro, no sabe de qué estoy hablando, pero, como no lo sabe, por eso se los cuento.
La imagen, para ser claros, es casi todo un tiburón (no se le ve la cola) cuya cabeza finaliza con la punta de la nariz sobre un pez de más de cincuenta kilos al que solo se le ve la parte de atrás del cuerpo, dado que la parte media se confunde con la mandíbula y dientes del tiburón (lo cual captamos para la imagen imborrable en un ángulo de 125°) y debajo de ese conjunto macizo y aterrador, se ve el cuerpo herido del primer pez, de seguro sin vida, cayendo al agua. El resto ya no es imagen, sino algo más bien fílmico, es decir, la cola enorme del tiburón y el splash y las burbujas, sobre las cuales pasa el kayak. Porque parece que mi reacción fue remar para asegurar el equilibrio. No, por cierto, créanme, para huir de la escena, porque todos sabemos que lo que se sumerge, si está vivo, no necesariamente conserva la dirección de sumersión, salvo en el caso de los submarinos[1], por razones de su poca flexibilidad y por la cantidad de comandos que deben intervenir para un cambio de dirección[2]; pero los animales son diferentes, dado que ellos tienen su propia idiosincrasia e instinto.
Pasado el sofoco y restablecido el rumbo, antes realmente de atemorizarme[3], sonó el celular que llevaba en la bolsa de adminículos y bebidas, al cual dejé sonar por un rato indescriptible, poco contable.
Cuando entré en la rada, ya sin el bamboleo de las olas, volvió a sonar. Era Tina, para decirme que Shark se había ahogado en un extraño accidente de buceo al sur de la isla. Le pregunté que cuándo y me contestó que hace muy poco, que Delio la había llamado hacía 20 minutos. Quedé consternado pero traté de calmarla y le dije que yo estaba precisamente en la zona de buceo, al sur de la isla y que trataría de encontrar a Delio. Realmente no sé qué más pasó ni que nos dijimos, porque en ese momento, como por un gesto reflejo, miré el celular y descubrí que la llamada que había recibido después del suceso del tiburón era de Shark, quien había dejado el siguiente mensaje: “¿Cómo te pareció esa captura? ahora sí estoy seguro de ser el mejor tiburón de Las Américas.” El teléfono coincidía, pero me extrañó porque sabía que Shark nunca lleva celular a sus jornadas de buceo porque confiaba en el de Delio.
Cuando llegué a al barrio todo era confusión y ruido, gritos, palabras, teorías. Altisonancia mortuoria, tristeza, perplejidad. Tina me dijo con una voz que más parecía un hilo que otra cosa: “Cómo es la vida, viejo Rami, recibí la noticia en el celular de Shark…” ¿Cómo? Pregunté exaltadísimo ¿No lo tenía él consigo? No, me contestó, nunca lo lleva a bucear, tú sabes. No fui capaz de contestar cosa alguna, pero apenas pude me retiré a un rincón y consulté el número de la llamada. No había duda, era del teléfono de Shark. Le pedí a Tina que me prestara por un momento el teléfono y vi las llamadas realizadas. No había duda alguna, de ese teléfono había salido la llamada post tiburón atrapando pez de cincuenta o más kilos, que a su vez había atrapado un pez de 12 kilos.
Sin más, decidí poseer a Tina, a lo cual no se opuso. La abordé desde atrás agarrándole la panocha de manera contundente. Respondió con un aullido vital y se inclinó hacia adelante regalándome generosa ese culo paradisíaco y soberbio por el cual más de una vez había tenido eyaculaciones en altamar. La había visto por primera vez en la plaza de Getzemaní tomando fotos de forma harto desenfadada y pornográfica. Porque ella se metía un pequeña cámara fotográfica en la cuca y, cuando descubría una escena que le parecía gloriosa, se levantaba la falda, se bajaba los calzones, doblaba las piernas, echaba hacia adelante las caderas y se metía un pedo, con lo cual lograba obturar el mecanismo para tomar la foto. Acto seguido, con gran naturalidad, se subía los calzones, bajaba la falda y seguía como si nada. Era bellísima, sensual, siempre así, natural, espontanea.
Ana preguntó: ¿Se metía un pedo? ¿No sería más bien que se lo tiraba? A lo cual respondí: “No, se lo metía” Y el abuelo de la otra silla, el que estaba con el niño preguntó: “¿Cómo así? Es que ella, respondí, tenía esa virtud. Con un movimiento sensual, gracioso, de buen gusto, relajaba el trasero, lo expandía, hacía temblar sus suaves y bien templadas nalgas y de inmediato apretaba echando hacia adelante todo aquello como si estuviera haciendo el amor, con lo cual, según me explicó alguna vez, hacía entrar aire, por cuya virtud trasladaba a la vagina una presión suficiente para tomar la foto.
Eran otras épocas. En estos días (los de los peces) vivía con Shark. Le pregunté si ella había hecho la llamada, a lo que dijo que no y cuando le mostré los registros se puso a llorar a mares. Cuando se calmó se dio una ducha y salió así, sin vestirse, caminó hasta la orilla debajo del puente y se fue metiendo en el agua. Antes de iniciar el nado volvió la cabeza, me hizo un gesto de adiós con la mano derecha y partió con determinación para nunca más volver.
El niño, con una voz muy especial preguntó: ¿abuelo, por qué el señor poseyó a Tina? Porque es un relato de animales, contestó, entre los animales poseer es natural, no pecaminoso. De hecho, muchacho, los hay que para dar el pésame en vez de las palmaditas que se dan los humanos, se echan un polvo. Y Ana intervino: “Pero según National Geographic los tiburones no copulan, no son tan arrechos.” Eso dicen, pero en realidad nadie sabe que hacen los tiburones más allá de doscientos metros de profundidad donde nadie los ve, remató el abuelo.
Pagué y di las gracias. Ana, el niño, el abuelo y yo intercambiamos algunos pelos y quedamos de charlar en la próxima peluqueada.
Caminé liviano, recordando los sucesos de hace 15 años, con la tranquilidad de haberlos compartido con gente común y corriente que no le harían mal a nadie con esa información, como debe ser.
Fin.
[1] Qué en sí mismos no están vivos, pero que, salvo excepciones no adecuadas como comparación en este relato, llevan dentro de sí seres vivos, casi siempre con rango militar.
[2] Primero el contramaestre le informa al capitán que hay un obstáculo adelante, luego el capitán pregunta que a qué distancia de choque, el contramaestre responde que a cien brazas y el capitán pregunta al jefe de comandos sobre la posibilidad de cambio de rumbo inmediato, a lo que este oficial contesta que “estamos libres de coordenadas”, a lo cual el capitán grita: “a babor, a babor, hacia arriba, hacia arriba, rápido, rápido”, a lo cual el el comandante de rumbo grita dirigiéndose al marinero que tiene el micrófono, o el computador, depende, “a babor, a babor, hacia arriba, hacia arriba, rápido, rápido” y 2 o 3 segundos después el oficial o marinero asignado inicia la maniobra y el submarino pasa a 2 milímetros del obstáculo. Los peces son muy ágiles, los submarinos no son ágiles, su poder no radica, no consiste, en la agilidad sino en otras cosas, todas o casi todas, relacionadas con logística militar.
[3] Asustado ya estaba, pero lo de atemorizarse viene después, dado que en una cuestión intelectual, no instantánea ni inconsciente.